Hay espacios en las viejas ciudades - y Madrid lo es - que ocuparon en algún momento un lugar preeminente en la vida de sus vecinos y que al paso de los años, de la desmemoria y de la inmisericorde piqueta, han perdido para quienes en el presente los recorren algunas de las huellas de su pasado.
Tal ocurre con los salones de un viejo palacio del que solo se conservan las fachadas, cuyo interior fue totalmente devastado. Un espacio donde la frivolidad y la cultura, la piedad y las intrigas llenaron estancias que al ser destruidas se llevaron con ellas la fantasmagórica presencia de hombres y mujeres que hicieron Historia, o que vivieron sus particulares historias en ellas; gentes que a lo largo de los siglos impregnaron con su presencia los muros que otros convertirían después en cascotes.
Las paredes del palacio de Villahermosa ofrecen hoy al visitante notables tesoros de arte... Pero le hurtan el encanto de evocar emocionantes presencias intangibles.
De esos espectros olvidados queremos hablar.
Vamos a ello.
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1. El prado de San Jerónimo en su confluencia con la calle de Alcalá
Lienzo anónimo fechado entre 1686 y 1700
(Archivo de Villa. Inv. 1779)
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2. Carrera de San Jerónimo a la altura del Prado Lienzo anónimo 1640 (Museo Thyssen |
Todo comenzó en los primeros años del siglo XVII, cuando asentada ya la corte en Madrid (1606), las amenas laderas que bañaba el humilde arroyo del Abroñigal que discurría por el Prado Viejo de San Jerónimo, ocupadas desde siempre por huertas y tierras de labor, comenzaron a convertirse en lugar de esparcimiento cortesano.
No es de extrañar, pues, que, cuando en tiempos de Felipe IV, se construyó el Palacio del Buen Retiro (1630-1640) y se hizo frecuente la presencia de la corte en el Real Sitio, la nobleza madrileña escogiese aquellos agrestes andurriales, tan alejados del centro de la ciudad, para asentar allí sus quintas de recreo y sus nuevos palacios, pues se había convertido el Prado en lugar apreciado por todos y por todos frecuentado en las tardes de paseo.
La elegante y poderosa concurrencia de carrozas ocupadas por nobles señoras a cuyo costado cabalgaban jinetes más o menos enamorados, no impedía el acceso al paseo de personajes populares, unos más recomendables que otros. La zona se convirtió así en la más concurrida de la villa como lugar de encuentro social.
Y si hubo un espacio en el Prado de especial relevancia fue su confluencia con la Carrera de San Jerónimo pues por allí debía desfilar la corte cuando, por uno u otro motivo, se desplazaban reyes y nobles desde el Alcázar al Palacio del Retiro. Y a la inversa, claro.
Así que, atraída, sin duda, por tan regios vecinos, la aristocracia madrileña desarrolló a lo largo del siglo XVII un auténtico trajín constructivo levantando en los aledaños de los Prados de San Jerónimo y de Recoletos espléndidas casas-jardín en lo que antaño fueran sencillas explotaciones agrícolas y talleres manufactureros.
Casas rodeadas de parterres, huertos y arbolado frente a las que, para recreo de elegantes asiduos a las jerónimas praderas, no faltaba el "juego de pelota", la "torrecilla de la música", con su alojería, varias hileras de frondosos árboles que daban fresca sombra a las "carreras" por donde discurrían los coches y numerosos bancos de piedra para descanso de viandantes, sin que faltaran las fuentes que hacían especialmente deleitoso y amable el entorno. Parece ser que el primero que se fijó en la zona con el objetivo de disfrutar de un agradable ocio campestre fue el prior de la Orden de Malta don Hernando de Toledo, hijo bastardo del Gran Duque de Alba e insigne militar, que levantó, todavía en tiempos de Felipe II, una hermosa casa de campo frente al monasterio de los Jerónimos que sería conocida como "Quinta del Prior". Esta posesión, y otras circundantes, serían adquiridas (h.1603) por Francisco Gómez de Sandoval, primer duque de Lerma y valido poderosísimo del rey Felipe III, quien, según afirma Fernández de los Ríos en su Guía de Madrid (1876), prefirió frecuentemente a su palacio el del privado que le tenía en tutoría, y es que los reyes fueron visitantes asiduos de la finca, donde se celebraban representaciones teatrales, bailes, mascaradas y hasta lidias de toros. Fue una propiedad monumental pues el de Lerma convirtió la antigua finca campestre en un rico complejo palaciego, un verdadero pueblo, imponente y prácticamente autosuficiente.
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4. Plano de De Witt / Mancelli (1623): encuadrado en rojo la "guerta" del duque de Lerma y en verde los terrenos donde se levantaría el palacio de Villahermosa. |
Con el tiempo la propiedad pasó a incrementar, incluidos los dos conventos que el duque construyó en ella, el patrimonio de los duques de Medinaceli, al contraer matrimonio (1653) una nieta del de Lerma con Juan Francisco de la Cerda, VIII duque de esta casa, y en poder de los de Medinaceli se mantuvo hasta que hacia 1890 estos adquirieron un nuevo palacio más moderno y probablemente más confortable situado al final del paseo de Recoletos (actual plaza de Colón) que había sido construido por los duques de Uceda hacia 1870; así que el viejo caserón del Prado Viejo, sus huertos, jardines, conventos y edificios anexos acabaron siendo derribados para abrir nuevas calles, construir nuevas casas y levantar en su solar el lujoso hotel Palace (1910-12).
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5. Salón del Prado desde Cibeles. Al a derecha el palacio de Alcañices, cuyo espacio ocupa hoy el Banco de España |
Pero volvamos al comienzo de la historia, al siglo XVII, cuando en la Carrera de San Jerónimo, a la altura del paseo del Prado, frente al palacio de Lerma/Medinaceli solo había algunas edificaciones modestas rodeadas de labrantíos y sembrados pertenecientes a varios propietarios junto a las cuales se extendían, hasta la calle de Alcalá, unas tierras de labor de curiosa historia. Hagamos un inciso para comentarla: las tales tierras habían pertenecido en los tiempos iniciales de la ordenación del Prado en la segunda mitad del siglo XVI al conde de Villalonga, un liante sin-vergüenza que al amparo del de Lerma cometió una serie de delitos económicos, tropelías y abusos de esos que hoy nos parecen nuevos. Descubiertos los chanchullos el conde fue procesado y dio con sus huesos en la cárcel, condenado a prisión perpetua y al pago de millón y medio de ducados para compensar los desafueros a que su codicia le había conducido; así que las tierras y la casa que allí tenía fueron expropiadas y en 1626 pasaron a ser propiedad de los condes de Monterrey, y posteriormente a acoger la primitiva iglesia de San Fermín de los Navarros, para terminar, ya en el siglo XIX, albergando la residencia del marqués de Alcañices. E ironías del destino: sobre las tierras del ambicioso Villalonga acabó levantándose (1884) la mole del actual Banco de España.
Pero volvamos a lo nuestro. Entre aquellos personajes que hicieron del Prado un primer eje de expansión del urbanismo madrileño se encontraba don Diego Eugenio de Silva Mendoza de la Cerda (1621-1686) conde de Galve, propietario de algunos de aquellos rústicos terrenos que había en la Carrera de San Jerónimo fronteros a los de Medinaceli.
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6. Cortesanos siglo XVII |
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7. Margarita de Austria y Felipe III. Damas nobles |
Hacia 1663 decidió el de la Cerda ampliar su finca con la adquisición de unas huertas limítrofes propiedad del conde de Maceda (o Maqueda) y construir allí una casa (v. fig.3), lindera con la casa-jardín de Monterrey/Alcañices en dirección al camino de Alcalá, con el convento e iglesia del Espíritu Santo en la propia Carrera, y frontera al palacio de Lerma/Medinaceli.
Disfruta el conde de su casa y sus huertos y sus jardines, que, cuando fallece (1686), pasan a manos de su tercera esposa, Mª Francisca Manrique de Lara, a quien, a su vez, heredará su hermano (1705), o sea, el cuñado del conde, el II conde de Frigiliana, Rodrigo Manuel Manrique de Lara, militar y cortesano. Y es que el de Galve murió sin haber tenido hijos que pudieran heredar sus bienes en ninguno de sus tres matrimonios.
En 1721 casa, jardín y huertas eran propiedad del hijo del de Frigiliana, III en el título, Íñigo de la Cruz Manrique de Lara, también militar de prestigio como su padre, quien por ciertas disensiones con el Borbón durante la guerra de Sucesión (1701-1713) acabó abandonando sus cargos militares y retirándose a Granada. Casa, jardines y huertas del Prado debieron quedar medio abandonadas dada la distancia de la corte que mantuvo don Íñigo quien fallece en 1733, un año antes del arrasador incendio que asoló el viejo Alcázar de los Austrias.
Tras el descomunal desastre el rey Felipe (V) ordena la construcción de un nuevo Palacio sobre las ruinas calcinadas del viejo pero las obras no comenzarán hasta 1738 y durarán décadas, así que la corte se instala en el palacio nuevo, el del Buen Retiro, donde permanecerá "provisionalmente" durante treinta largos años. Tal pareciera que el traslado fuese definitivo.
Y el Prado Viejo incrementa entonces su condición de espacio urbano privilegiado donde ansían establecerse todos aquellos que pintan algo en la corte o que pretenden medrar en ella.
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8. Bárbara de Braganza y Fernando VI |
En 1746 muerto Felipe V accede al trono su hijo Fernando (VI) tras el repentino fallecimiento del natural heredero, Luis, el primogénito. Era este Borbón un monarca soso, pero moderno, casado con una infanta portuguesa, doña Bárbara de Braganza, más bien gordita y picada de viruelas, amante de la música, de la ópera y el teatro, protectora del castrato Farinelli. Fue esta reina, al parecer, mujer poco agraciada, aunque encantadora, de la que el rey estuvo profundamente enamorado. Una pareja ideal.
Eran tiempos de proyectos y reformas en buena medida impulsados por el muy poderoso Don Zenón de Somodevilla y Bengoechea, alias marqués de la Ensenada, burócrata solemne y poderoso político de despacho, prácticamente "ministro universal" en aquel reinado. Es famoso su catastro realizado con el fin de actualizar el sistema impositivo español.
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9. El marqués de la Ensenada |
Y entre los colaboradores de don Zenón se encontraba un italiano: el abate Pico, curioso personaje, miembro del Consejo Real de Hacienda en la corte de Felipe V y luego influyente cortesano en las muy ilustradas de Fernando VI y Carlos III.
Así que la duquesa tenía un secreto, un cortejo, institución dieciochesca muy peligrosa para la estabilidad conyugal de las parejas pero muy frecuente entre gentes de cierto nivel social.
Y el cortejo o chischiveo de la duquesa era, precisamente, el marqués de Quarantoli, Alessandro Piccolo della Mirandola, o sea el abate Pico.
Precisamente un año antes del incendio del Alcázar había fallecido Domenico Acquaviva de Aragon, duque de Atri, esposo de Leonor Pío de Saboya y Spínola, veinte años más joven que su esposo y bastante aburrida, es de suponer, de las ausencias de su señor marido, muy ocupado en aguerridas campañas militares que le dieron loor y gloria, pero que le mantuvieron con frecuencia alejado de su casa.
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10. Moda galante: el "chischiveo" |
Y el cortejo o chischiveo de la duquesa era, precisamente, el marqués de Quarantoli, Alessandro Piccolo della Mirandola, o sea el abate Pico.
No es extraño, así pues, que cuando la duquesa se queda viuda se interese por la rica posesión de los condes de Frigiliani en el Salón del Prado y acabe comprándola - para contento de los condes que, cargados de deudas, debieron estar encantados de deshacerse de la enorme propiedad - pues nada nos impide imaginar que quisiera contentar con tamaña adquisición a su chischiveo, o sea, a su amante, al abate, probablemente muy interesado en acercarse a los hornos donde se cocinaba el poder, entonces el palacio nuevo del Buen Retiro. Y medrar a la sombra de Ensenada, por entonces en el cénit de su "carrera" política.
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11. Proyecto de Francisco Sánchez (1750) para el palacio de la duquesa de Atri y el abate Pico |
El hecho es que la pareja, que se casaría en secreto en 1748, cosmopolita e ilustrada como era, decidió, hacia 1750, contratar al arquitecto Francisco Sánchez, que se había formado en Italia y Francia, para que sustituyera la sencilla casa que Galve construyera en el esquinazo del Prado con la Carrera por una mansión más moderna y elegante. Más acorde con su status. Y don Francisco les proyectó un hermoso edificio de dos plantas y buhardillas, cuya fachada principal se abría al jardín, descartada la fachada a la Carrera pues, según parece, los de Medinaceli tenían el privilegio de que frente a su escudo no podía oponerse otro... Y que era más moderno, vaya.
Así que puede decirse que la duquesa y el marqués, afrancesados ellos y muy puestos en las últimas tendencias de las nuevas costumbres europeas, quizás también un poquito intrigantes, inauguraron en los salones de su casa, en esos años centrales del Siglo de las Luces, una larga trayectoria de tertulias y saraos que harían famoso el palacio a lo largo de los siguientes ciento cincuenta años.
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12. Salón dieciochesco |
Pero no querría fatigar al curioso lector con historia tan enredada.
Así que de esos tiempos y de los posteriores habitantes del palacio ya hablaremos otro día...
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