sábado, 23 de enero de 2016

1.2 El fin de Leonor Pío de Saboya y de Alejandro Pico


  Comenzaremos esta segunda parte de la historia de los salones del palacio de Villahermosa - y de sus ocupantes - planteando un enigma: ¿qué razones  movieron a Leonor de Atri y Alejandro Pico a vender su palacete del Prado? Porque lo habían construido pocos años antes y para ello, como ya vimos, se habían tomado la molestia de derribar la sobria casa del conde de Galve, obra del prestigioso Juan Gómez de Mora, arquitecto “de cabecera” de Felipe III, un edificio de  sencilla estética herreriana,  para  sustituirlo por otro más vistoso (1750) de decoración barroca, diseñado por el arquitecto de moda, Francisco Sánchez. Fácil es imaginar la ilusión y el entusiasmo con que se lanzarían a ello: un palacio “moderno” a las puertas del Real Sitio. La residencia adecuada para un cortesano influyente en la órbita de uno de los hombres más poderosos en la España de su tiempo: el marqués de la Ensenada.
    Pero a Ensenada se le estaban poniendo las cosas difíciles y a partir de 1754 don Zenón cae en desgracia. Las envidias y maquinaciones de sus enemigos consiguen el desapego de Fernando VI que  lo destierra a Granada y más tarde al Puerto de Santa María y aunque volverá a la corte en 1760, reinando ya Carlos III, las cosas nunca volverán a ser las mismas.

    Precisamente ese año de 1760  fallece Leonor, que contaba 53 años, y es enterrada en la iglesia de los  Afligidos, conocida como capilla  "de la Cara de Dios" situada en la plazuela del mismo nombre (hoy, plaza de Cristino Martos), que era el  oratorio de la casa familiar de los Castel Rodrigo allí ubicada, en los límites de su rica posesión de La Florida.

     Todavía  sobrevive el abate  Pico   a la viuda de Atri veintisiete años, falleciendo a su vez en 1787 en la vivienda de la calle Atocha donde se había trasladado después de haber vendido el palacio del Salón del Prado y tras vivir el amargo destino de los antiguos colaboradores del antaño favorito marqués de la Ensenada, condenados al destierro o a un discreto ostracismo cortesano.

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