Pero no piense el lector que su nueva condición de viuda rica y poderosa modificara la proverbial modestia de la duquesa. Muy al contrario.
[...] vestía un traje negro de la más extremada sencillez; no se adornaba nunca con joyas de ninguna clase; comía parcamente una vez al día, y tomaba dos jícaras de chocolate, una
al levantarse por la mañana, y, poco antes de recogerse por la noche, la otra, cuidándose tan poco de su persona, que sus confesores tenían que obligarla a mandarse hacer camisas, pues como poseía pocas, su amor a la limpieza hacía que se deteriorasen enseguida con el frecuente lavado...
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Moda femenina (1790) |
Pero ella, nada superfluo.
Ni en vestido, ni en tocado, ni en adorno.
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El duque, su difunto marido, que había partido en su juventud de una noble condición que suponía un patrimonio más que regular, aunque algo "perjudicado" por la mala administración de sus ascendientes, había conseguido engrandecerlo enormemente con su inteligencia y trabajo. Su espíritu ilustrado, filantrópico y pragmático, le llevó a emprender importantes mejoras en sus posesiones con el consiguiente aumento de la rentabilidad de sus tierras a lo que se debe añadir la redención en metálico de censos y gabelas que llevó a cabo y la adición de cuantiosas herencias recibidas de varios parientes tanto españoles como italianos, todo lo cual, unido a una inteligente gestión, había aumentado drásticamente su hacienda.
Es el gobierno de ese ingente patrimonio, herencia de sus hijos, la labor principal a la que se entrega Mª Manuela a la muerte del duque, sufriendo en la tarea rigurosos escrúpulos que le imponen un severo autocontrol y que no dejarán de atormentarla nunca.
En consecuencia, dedica largas horas al trabajo y, siempre en la línea ilustrada de Juan Pablo Azlor, se empeña en la mejora material de sus propiedades y de la vida de quienes las trabajan. Crea escuelas y dota plazas de maestros en los pueblos de su jurisdicción, a pesar de la oposición de los vecinos que los habitan que no siempre acogen la idea con entusiasmo, mejora sus iglesias parroquiales y escoge escrupulosamente los párrocos que las atienden. Además se entrega con entusiasmo a ejercer en Madrid la caridad acudiendo personal y discretamente a visitar y remediar los casos que se le presentan. Sin olvidar su interés en el auxilio a comunidades religiosas y hospitales.
Y, en palabras del señor Ortí y Brull, abandona por completo la sociedad ligera y frívola que se había visto obligada a frecuentar en vida del señor duque, más sociable y extrovertido que ella, aficionado a una vida social, que hizo brillante, inexcusable además dada su proyección pública y su dedicación política.
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Elevación de un globo ante la corte de Carlos IV, óleo de Antonio Carnicero (1783)
(Museo de Bellas Artes de Bilbao) |
La pradera de San Isidro (detalle), óleo de Francisco de Goya (1788)
(Museo del Prado)
Ni la menor concesión a las frivolidades de la vida social al uso.
Sólo conservó el trato de algunos pocos amigos, nobles ilustrados de ideas modernas e inserción cortesana tanto en tiempos de Carlos III como de Carlos IV, hombres amantes de la cultura y las bellas artes, como el conde de Fernán Núñez, hermano de su querida amiga, la duquesa de Béjar, (fallecida en 1882),
y el de Revillagigedo; el Marqués de Santa Cruz y su hermano, el sacerdote don Pedro de Silva; el brigadier Ramos, el obispo auxiliar de Madrid, el marqués de Santiago, el conde de Cabarrús, poderoso financiero y político afrancesado, y algún otro, como su hermano don Carlos, el nuncio monseñor Casoni y algunos otros venerables sacerdotes y religiosos, a quienes se puede añadir don Antonio Cabañero, su "hombre de confianza" y apoderado general de la casa, labor que realizaba bajo la inspección de la Duquesa,
quien, como decíamos, llevó a cabo con exageración sus obligaciones, en opinión del señor Ortí.
Y aún más. Tras los dramáticos acontecimientos que se desarrollaron en Francia en la década de 1790, acogió en su casa y auxilió económicamente a numerosos sacerdotes y miembros de la aristocracia gala, antiguos amigos y conocidos de sus tiempos de "embajadora" en la corte de Luis XV, a quienes el terror revolucionario había obligado a buscar refugio fuera de las fronteras de su patria.
Tampoco el más mínimo acercamiento a la corte, entonces enseñoreada por el ínclito Godoy.
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Manuel Godoy pintado por Francisco de Goya en 1801 (Academia de Bellas Artes de San Fernando) |
Todas estas loables ocupaciones, y otras muchas que ejerce en favor del Papado, de los jesuitas, de la Iglesia en Oriente o de la Trapa, que sería ocioso detallar, no impidieron que en esos primeros años del nuevo siglo, tan intensos en la historia de España, siguiera atentamente la marcha de los sucesos políticos...
...recibiendo noticias continuas, comunicadas
por las muchas personas que en Francia, en Italia
y aun en Alemania la eran afectas; noticias que llegaban por el correo en forma anónima, pues algunas de ellas no favorecían á los Gobiernos, singularmente al de España, objeto de censuras merecidas de parte de todos los católicos y todos los monárquicos de Europa, por su rebajamiento y vergonzosa dependencia de los Gobiernos revolucionarios, desde el punto y hora que se firmó el funesto Tratado de Aranjuez.
Y, mientras tanto, continúa la construcción del palacio familiar en el Salón del Prado, cuyas características materiales de lujo y grandiosidad (se amplía la fachada que se abre al paseo del Prado, se levanta un tercer piso, se dota al edificio de una magnífica escalinata y un no menos aparatoso salón de baile...) parecen contradecir el espíritu de humildad y moderación que preside la vida de Mª Manuela.
Pero todo tiene una explicación como adelantábamos antes:
[...] uno de los móviles que la llevaron a edificar su casa fue dar ocupación a sus hijos, pues hizo que
uno y otro vigilasen los trabajos, tomasen las cuentas y ayudasen al arquitecto Aguado, sobre
todo D. Juan Pablo, que desde niño demostró asombrosas y excepcionales condiciones para las
matemáticas.
En cualquier caso, tuvo buen cuidado Mª Manuela de dejar constancia escrita de que la edificación se hacía a expensas y con caudales propios de su hijo primogénito, quedando agregada al ducado de Villahermosa.
Sus escrúpulos la obligaban a dejar claro que tamaña empresa no la llevaba a cado en interés propio, sino por salvaguardar la dignidad del ducado, encarnada en su hijo José Antonio, entregado por entonces al estudio del Latín y el Griego, y singularmente de la Historia, siguiendo en esto las huellas de su padre.
No andaba a la zaga el joven Juan Pablo
que no cesaba un momento en el estudio, que fue su único recreo y su sola delicia, formando planes para el porvenir [...]
como, por ejemplo...
...crear en su casa una academia para el estudio de las ciencias exactas, formada con los profesores más notables de la corte y sujetos distinguidos por su mérito en las ciencias, en la que se pronunciaran discursos y se leyesen Memorias sobre los puntos menos cultivados de las matemáticas [...]
Proyecto que se vería frustrado por los imperativos de la historia y de la propia biografía del muchacho, de lo que más adelante tendremos ocasión de hablar.
En fin, tan modélicas actitudes juveniles desarrolladas por sus hijos no eran fruto de la casualidad, sino que en ellas demostrábase
la sabiduría y tacto de la Duquesa
de Villahermosa, que obtuvo este resultado, haciendo
grato el estudio a sus hijos y procurando
estuviesen siempre ocupados, distribuyendo equitativamente
el tiempo entre la oración, el estudio
y el recreo.
Y es que además de los sesudos estudios humanísticos y científicos a que los chicos eran, por lo visto, tan aficionados, no dejó su madre de procurarles formación en "asignaturas de adorno", como baile, música y dibujo, impartidas por
los más notables profesores que por aquel tiempo tenía Madrid.
Así como de francés, que les enseñó un venerable sacerdote huido de la Francia revolucionaria al que había acogido cristianamente en su casa.
***
Cuando a mediados de 1807 estuvo terminada la parte
de la casa cuya fachada daba a
la Carrera de San Jerónimo se trasladó
a ella la Duquesa con sus hijos,
y se distrajo
un tanto de su vida recogida para disponer una
solemnidad de familia por ella preparada, que necesariamente había de ponerla en contacto con la corte y con la sociedad aristocrática de que hacía tanto tiempo vivía alejada.
Y hasta que podamos ofrecer detallada información de tal acontecimiento, sugerimos al lector consulte la revista Blanco y Negro, en su número del 8 de enero de 1966, (pág. 97-104), donde se publicó un interesante reportaje, con abundante información gráfica, sobre el palacio de Villahermosa y sus hermosas dependencias y aposentos, cuyo aspecto y contenido no debían ser muy distintos por entonces, todavía habitado por los Villahermosa, a los que presentaba ciento cincuenta años antes, cuando se abrieron sus salones a la sociedad madrileña.