El 18 de septiembre de 1808 Mª Manuela Pignatelli llega sola a Madrid procedente de Zaragoza, donde sus hijos permanecieron, entregados a sus obligaciones militares.
El pueblo del Dos de Mayo, libre de sus tiranos dominadores, vuelto a la vida patria, a los objetos de su cariño, de su admiración y de su culto; recibiendo sucesivamente y con muy cortos intervalos las asombrosas noticias del efecto producido por su heroico grito en todo el ámbito de la monarquía, que hoy celebraba la gloriosa jornada de Bailén; otro día la inmortal defensa de Zaragoza; ora el apresamiento en Cádiz de la escuadra francesa; ora la seguridad del auxilio de Inglaterra obtenida por los asturianos; ya la formación de Juntas provisionales; ya la improvisación de ejércitos enteros; el sacudimiento, en fin, general, unánime, y tal como no ha ofrecido jamás la historia de pueblo alguno, se entregaba, como es natural, a todas las demostraciones de su entusiasmo [...]
La música, esta expresión sublime de los afectos del alma, vino a secundar aquella explosión del público sentimiento; y música y poesía, derramándose por la atmósfera, convirtieron en un concierto armonioso y unánime aquella explosión del entusiasmo popular.
A lo largo de aquel verano la vida en Madrid había recobrado cierto grado de normalidad, convencidos ingenuamente los madrileños de que las victorias de Zaragoza (15 de junio) y Bailén (19 de julio) significaban la definitiva derrota del poderoso Bonaparte. Incluso se respiraba un patriótico entusiasmo propio de las halagüeñas perspectivas que la "huida" del bonapartiano rey José, entronizado por su hermano en el mes de julio, despertaba en los sufridos vecinos de la corte.
Un testimonio directo del ambiente madrileño en aquellos días nos lo ofrece don Ramón de Mesonero Romanos en sus "Memorias de un setentón":
Un testimonio directo del ambiente madrileño en aquellos días nos lo ofrece don Ramón de Mesonero Romanos en sus "Memorias de un setentón":
La música, esta expresión sublime de los afectos del alma, vino a secundar aquella explosión del público sentimiento; y música y poesía, derramándose por la atmósfera, convirtieron en un concierto armonioso y unánime aquella explosión del entusiasmo popular.
En tanto empezaron a refluir a Madrid las tropas improvisadas en las provincias, ostentando, más bien que la organización militar y la apostura guerrera, sus pintorescos trajes berberiscos a par que los destellos de su valor y patriotismo. Vinieron primeramente los valencianos y aragoneses con sus anchos zaragüelles, fajas, mantas y pañuelos en la cabeza a guisa de turbante, entonando aquella estrofa inmortal de la clásica jota: La Virgen del Pilar dice/que no quiere ser francesa/que quiere ser capitana/de la tropa aragonesa.
Siguiéronles en 23 de Agosto las tropas andaluzas, las gloriosas triunfadoras de Bailén, algo más organizadas, y vestidas militarmente, con el general Castaños a su cabeza [...]
Reunidos unos y otros a los jóvenes voluntarios castellanos y al inmenso concurso del pueblo entero de Madrid, cuyo entusiasmo delirante llegó entonces a su apogeo, celebraron al siguiente día 24 de agosto la solemne y verdadera proclamación de Fernando VII, que contrastaba brillantemente con la pálida farsa representada en el mes anterior a nombre del intruso José.
Todo era efusión y sincero alarde de patriotismo; hombres y mujeres, niños y ancianos, radiantes de alegría, ostentaban en sus sombreros y mantillas, en sus pechos y peinados, sendas escarapelas encarnadas con el retrato de Fernando VII en su centro; y prorrumpían en el famoso himno de guerra, cuya letra (que no es fácil saber a quien se debe) aplicaron, para mayor escarnio, a la música de la Marsellesa: