sábado, 18 de junio de 2016

1.9 ... Y estalla la Guerra de la Independencia



Mientras Mª Manuela Pignatelli emprendía en Madrid los preparativos para la boda de su hijo, en el château de Fontainebleau,   se firmaba, el 27 de octubre de 1807, un Tratado entre España y Francia por el que ambos países  acordaban la invasión de Portugal, una decisión cuyas consecuencias afectarían gravemente la vida de todos los españoles, y, por supuesto, la de Manuela Pignatelli y sus hijos.



El lugar era sin duda un espacio emblemático. A sesenta kilómetros de París, gloria y orgullo de la corona de Francia desde la Edad Media,  reconocido por la Unesco desde 1981 como Patrimonio de la Humanidad, fue convertido por   Napoleón Bonaparte, con vista para esas cosas de “la grandeur”,  en un símbolo de su poderío, una regia alternativa al borbónico Palacio de Versalles.

***
Pero volvamos al dichoso Tratado: Portugal era aliada de Inglaterra desde los tiempos de la Guerra de Sucesión (1701-1713), conflicto que estalla al morir Carlos II sin haber tenido hijos. 
Al quedar "vacante" el trono de España el archiduque Carlos de Habsburgo defendió su derecho a ocuparlo con el respaldo de varias potencias europeas (Inglaterra, Holanda, Austria…) que se unieron frente a las pretensiones de Luis XIV, deseoso de colocar la corona de España en la testa de  su nieto Felipe,  duque de Anjou.
Todos codiciaban el dominio del viejo imperio español, todavía muy deseable por su extensión y riqueza. Y la ausencia de descendencia del último de los Austrias españoles impulsó la codicia de toda Europa por aquel inconmensurable patrimonio.
Pero tras años de lucha, sería Francia quien  acabase imponiendo a su pretendiente, Felipe de Anjou, biznieto de Felipe IV (de España)  por parte de madre y nieto de Luis XIV (de Francia) por parte de padre, tal como había dispuesto el pobre Hechizado, o sea, el difunto Carlos, vinculándose posteriormente en sucesivos Pactos de Familia los Borbones reinantes a uno y otro lado de los Pirineos. Todos una piña. Miedo daba al resto de Europa tanta amistad pues se barruntaba el peligro de una macro-potencia borbónica.
Pero luego vino todo aquello de la Revolución de 1789 y la guillotina…
... y el imperio del corso,
quien, tras apoderarse por las buenas o por las  malas de media Europa, decidió incorporar al cortijo Bonaparte la península Ibérica que,  habitada por una caterva de inofensivos campesinos - morenos, bajitos e ignorantes -, se encontraba gobernada, en el caso de los portugueses, por una corte afincada desde un año antes en Brasil (¡con lo lejos que queda!) temerosa de las represalias de Napoleón por no acatar Portugal el Bloqueo continental decretado por el general y  sometidos los otros, los españoles,  a  una clase dirigente en buena medida afrancesada, con  un rey con fama de cornudo, dedicado a la caza y a sus relojes,
óleo de Francisco de Goya
 padre de un heredero ansioso de poder y, literalmente, sin-vergüenza, y dominado por un prepotente valido de ambición sin límites, capaz de cualquier cosa por alcanzar sus utópicos objetivos personales.


Así que parecía fácil convencer a unos (¡parecían tan enamorados de todo lo que provenía de “la France”!) y engañar a otros (¡el pobre Carlos era tan bobo, el favorito estaba tan ciego y el hijo se mostraba tan capaz de cualquier cosa…!)
 Pero quedaban varios millones de españolitos de a pie.
Claro que a esos ya les convencerían (por las buenas o por las malas) aquellos señores duques y condes afrancesados dueños de tierras y almas, tan modernos e ilustrados en sociedad, y tan medievales en los gobiernos de sus feudos. Y a esos, creía el muy inocente de Napoleón, los tenía subyugados. Seguritos, seguritos a su lado.
Y hay que reconocer que, en un principio,  al señor general le fueron saliendo bien sus tejemanejes,  gracias, en buena medida,  a la inanidad de los gobernantes españoles, hay que reconocerlo.
 Hasta que  le fallaron las previsiones.
Y eso ocurrió, precisamente, a partir de la firma del Tratado de Fontainebleau.

Tratado de Fontainebleau, 1807. Grabado de Vicente Urrabieta y Ortiz
(Colección Artelio - Pamplona)
Pues el acuerdo suponía, en principio, la concesión del permiso a  Napoleón   para atravesar España con el objeto de conquistar Portugal, conseguido lo cual se repartirían el país luso Napoleón, Carlos IV y Manuel Godoy...
... aunque, en realidad, no era más que una medida estratégica para justificar la presencia de tropas francesas en territorio español y el comienzo de una invasión que acabaría con la anexión al Imperio de todo el territorio peninsular (España y Portugal).
Un plan estupendo.

¡Qué listo, el general!

Después de apropiarse de media Europa, aquello iba a ser pan comido.

Sí, señor.
Pero se equivocaba.
Porque frente a la dejación de ciertos sectores dirigentes, encabezados por el propio rey Carlos (IV), su funesto hijo Fernando (VII)  y el poderoso valido (Godoy), algunos sectores de la población española, especialmente las clases populares, se rebelaron enseguida, con una violencia inusitada, contra la humillante pérdida de soberanía.
 David frente a Goliat, ya se sabe.
Y entonces muchos de aquellos ilustres afrancesados, nobles y burgueses, abates y militares,  comenzaron a replantearse seriamente  las cosas. El pensamiento de sus filósofos, el refinamiento de sus costumbres, sus poetas y dramaturgos, las nuevas modas y hasta las pelucas, en definitiva,  la nueva visión del mundo que Francia llevaba un siglo propalando por Europa, sí.
 Pero Napoleón, no. Que no, vaya, que no.
 ¡Que hasta ahí podíamos llegar!
Y entre el patriotismo heroico y la entrega al invasor, muchos se decantaron por el sacrificio. Otros, sin duda de buena fe, persistieron en la creencia de que aceptando al invasor  propiciaban para España el deseable futuro de progreso y modernidad que tantos años llevaba simbolizando Francia. Finalmente otros se entregaron al enemigo en busca de gratificación y beneficio. Colaboracionistas.
Ya se sabe,  los clásicos trepas.
La familia de Carlos IV, óleo de Francisco de Goya
(Museo del Prado)
Godoy, Príncipe de la Paz (1801). Óleo de Francisco de Goya
(Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Madrid)

Era el comienzo de uno de los periodos más duros de la historia de España: la conocida como Guerra de la Independencia (1808-1814) Una carnicería terrible de funestas consecuencias en la historia de España. Y no solo por los horrores y la devastación que supuso en sí mismo el conflicto… Sino porque luego vino el dramático reinado de Fernando VII,  apodado el “rey felón”, aunque al principio de su reinado recibiera el sobrenombre de  " el Deseado". Paradojas de la historia, que no viene aquí a cuento aclarar aquí.



***

Y fueron pasando los meses. Y fueron pasando cosas en una calma tensa presagio de la tormenta...
Hasta que entre el 17 y el 19 de marzo de 1808,  estalla en Aranjuez, donde descansaba la corte, un motín popular sin duda manipulado por  cierto sector de la aristocracia, manifestación de la indignación de los españoles por la servil actitud que estaba mostrando ante Napoleón el rey  mangoneado por su favorito,   actitud que ya les tenía hartos a todos.
Así que, apurado por la violencia de la situación, el rey acaba abdicando en favor de su hijo Fernando, intrigante y ambicioso como pocos. Felón.
Abdicación que el pueblo acogió encantado, esperando del príncipe un escudo frente a tanta corrupción y tanto abuso.



La Gaceta de Madrid publicó el decreto  en su número del 25 de marzo:

El Sr. Rey D. Carlos Quarto se sirvió expedir el real decreto siguiente:


Como los achaques de que adolezco no me permiten soportar por más tiempo el grave peso del gobierno de mis reinos, y me sea preciso para reparar mi salud gozar en clima más templado de la tranquilidad de la vida privada; he determinado, después de la más seria deliberación, abdicar mi corona en mi heredero y mi mui caro hijo el Príncipe de Asturias. Por tanto es mi real voluntad que sea reconocido y obedecido como Rey y Señor natural de todos mis reinos y dominios. Y para que este mi real decreto de libre y espontánea abdicación tengasu exacto y debido cumplimiento, lo comunicaréis al consejo  demás a quienes corresponda.
Dado en Aranjuez, a 19 de marzo de 1808.-

Yo, el Rey.- A don Pedro Cevallos



Caída y prisión del Príncipe de la Paz, grabado de Fco. de Paula Martí de un dibujo de Zacarías Velázquez (1814)


 (Biblioteca Nacional de España)


Inscripción al pie de la imagen: "El pueblo sublevado corre a su casa y después de haber practicado las más eficaces diligencias le halla oculto en un desván entre unas esteras. La algaraza y gritos de la muchedumbre anuncian a Carlos IV el riesgo de su favorito. Para socorrerle / envía al PRINCIPE FERNANDO, seguro de que el pueblo se contendría a su voz. Llega el PRINCIPE presuroso, y encarga a un escuadrón de guardias de corps que le custodie..."



























































Carlos IV abdica la corona en su hijo Fernando

D. Zacarías Velázquez lo dibujó; D. Manuel Alegre lo grabó (1814)

(Biblioteca Nacional de España) 

Inscripción al pie de la imagen:


Asegurado y preso el Príncipe de la Paz (Godoy), Fernando volvió a Palacio: el Rey  Carlos, viendo las aclamaciones y aplausos con que su hijo había sido recibido del pueblo, la facilidad con que había salvado de su furor al odioso Favorito y la incapacidad en que él se hallaba para seguir gobernando, tomó la resolución de resignar la corona en su heredero y lo anunció y ratificó así en un balcón del palacio a la vista del inmenso concurso que estaba delante. Todos prorrumpieron en voces exaltadas de alegría y vitoreando a un tiempo al padre y al hijo se creyeron felices desde aquel momento.





Los acontecimientos se suceden y al fin el ejército de varias decenas de miles de hombres que había atravesado los Pirineos en febrero de 1808, comandado por Joachim Murat, entra en Madrid el 23 de marzo.

¡Qué personaje Monsieur Murat!


General del ejército napoleónico, Gran Duque de Berg, rey de Nápoles y cuñado de Napoleón.

 
Todo un dandy, además.

 No hay más que verlo en el  retrato realizado por François Gérard aquel mismo año de 1808, hecho un barbián. Gesto altivo, mirada prepotente, aunque lánguida y tristona,  los labios curvados en rictus victorioso, rizos cuidadosamente desordenados, aparatosas hombreras, medallas, rasos, cordoncillos y alamares dorados por doquier... Y ¡¡qué patillas, medio ocultas por el alto cuello y el oscuro collarín!!

En fin, pobre. Poco podía imaginar cuando posaba así de petulante  cuán trágico sería su final.






Pero sigamos con la historia.


Como decíamos, el 23 de marzo entraron las tropas francesas en Madrid con Murat y su Estado Mayor a la cabeza, procedentes del cercano pueblo de  Chamartín de la Rosa, donde se hallaban acantonadas.


El escritor y político español Antonio Alcalá Galiano (1789-1865) describe en sus Memorias aquel histórico momento:


Vióselos entrar con curiosidad y no con desabrimiento, pero con gusto tampoco. Admirábaselos;
extrañábase en su infantería traer cubierta la cabeza con los llamados chacós, en vez de sombreros,
la pequeñez de estatura de la mayor parte de los soldados, y cierta aparente falta de aliño en la
formación y marcha; celebrábase en los cuerpos de caballería su diverso y lucido porte, y poníase la
vista con atención y asombro en los mamelucos de la guardia imperial, con su traje de orientales […]



Pero Murat decepciona enseguida a los madrileños pues adopta  una inaceptable actitud  despótica y  no reconoce la autoridad de Fernando VII.
¡Pecado imperdonable!

Así que aquella indiferencia inicial, incluso el entusiasmo con que había sido recibido por algunos,   se va convirtiendo en desconfianza ante unos "aliados" que con total impunidad y no poca impostura habían ido ocupando  ciudades y pueblos de España. Y que, encima, no acataban al adorado hijo del rey Carlos.
¡Vaya gente!

La situación se iba poniendo cada vez más tensa.

 Hasta que el domingo 1 de mayo, los madrileños, hartos de la soberbia y la prepotencia de Murat y su gente, manifestaron su rabia cuando el general pasaba la habitual revista a sus tropas en el desfile público que se celebraba  en el paseo del Prado, un auténtico alarde de poderío.

Ante la provocadora ostentación de fuerza que el dominical acto significaba, los paseantes silbaron al Gran Duque de Berg y a su
Estado Mayor. Y hasta se permitieron el lujo de burlarse de aquellos poderosos extranjeros… Que se indignaron, claro.

¡Oh, là, là… c’est imperdonable!

Era el preámbulo de la tragedia.


***

Y la tragedia estalló al día siguiente cuando


según una muy popular “leyenda urbana”,  una muchedumbre se congregó ante la Puerta del Príncipe del Palacio Real para asistir a la marcha de los últimos miembros de la familia de Carlos IV hacia Bayona donde  Napoleón ya había reunido, con artes ladinas, al rey, la reina, su hijo Fernando y  Manuel Godoy.
Y entonces, en aquel estado de extrema crispación colectiva, se oyó el lamento del infante Francisco de Paula, el menor de los hijos de Carlos IV que se quejaba por tener que abandonar Madrid.
 
El detonante de la revuelta resultó ser una voz entre la muchedumbre que gritó, destemplada y enfurecida, aquello de…




¡¡Que se nos los llevan!!




Y se armó la de Dios es Cristo

[El curioso lector podría preguntarse qué tiene que ver esta larga disquisición histórica con los salones de Villahermosa. Para saberlo solo tiene que leer nuestra próxima entrega. Ya verá.]